Pepe Requejo, el envenenador de Montserrat

Cuando empecé a escribir este blog, hace casi seis años, solía escribir una sección, por llamarla de alguna manera, denominada "Visto y Leído". El objeto de las notas clasificadas bajo esta etiqueta era reproducir, o comentar, en forma resumida, alguna noticia o artículo que encontrase por la web. Con el tiempo, y mi obsesión por ahondar y buscar fuentes de información originales, y por armar artículos lo más completos posible, dejé de escribir artículos de este tipo para pasar a escribir otros con más contenido de investigación. Hoy en día, con una notoria falta de tiempo y energía para dedicarme al blog como lo hacía un tiempo atrás, he decidido reflotar en cierta forma el espíritu de la sección Visto y Leído, para apuntarla a eso, a repasar artículos o noticias con alguna cosa curiosa. En esta ocasión, voy a remitirme a un artículo que salió en la revista Clarín del mes de diciembre de 1991. Un par de hojas que guardé en una vieja carpeta de recortes, con la poco conocida historia del que pudo haber sido el primer asesino serial del territorio que, en aquel entonces, se convertiría en las Provincias Unidas del Río de la Plata: Don Pepe Requejo.

Ilustración del artículo de Clarín de diciembre de 1991 [autor: Mariano Vior].


El extraño arte de Pepe Requejo

Revista Clarín - Diciembre 1991
Texto: Juan Jacobo Bajarlía
Ilustración: Mariano Vior
Buenos Aires dormía en la noche del pasado. Sus calles angostas y de barro, con altos veredones y casa de adobe y ventanas cruzadas de inexpugnables barrotes, sus velas macilentas, sus fantasmas en fuga hacia los Huecos (luego convertidos en plazas), dominaban la conciencia y la muerte de sus habitantes.

La calle del Pecado (sucesivamente calle de la Angustia y calle Aroma), llamada también del Encierro porque allí pasaban los toros de lidia a la plaza de Montserrat (al lado del edificio de Obras Públicas de la Nación, sobre avenida 9 de julio), estaba llena de negros y blancos malvivientes, de prostitutas y ladrones que auscultaban la mirada de los transeúntes esperando el instante propicio del ataque. Se extendía por la avenida 9 de julio, desde Moreno a Belgrano, en el barrio del Tambor, y tenía por fondo a la iglesia de Montserrat.

En esa calle donde no llegaba la ley y el sol caía oblicuamente sobre su angosta calzada, verdadero callejón de ultratumba, se alzaba la pulpería de Pepe Requejo (viudo, andaluz y cuarentón), llamada luego de la Mala Muerte. Traficaba con los malvivientes y los habitantes de los tambos (conventillos), echándole el agua al vino, tierra a la yerba, barbas de choclo al tabaco.

La dama invisible
La plaza de Montserrat, pegada a la calle del Pecado, tenía entonces un aspecto fervoroso y convulsionado. Era mercado y estación terminal de carretas, y en ella convergía el habitante del sur que buscaba una ganancia rápida y segura. Hacia esa plaza, en 1809, se acercó un día Pepe Requejo y anunció su casamiento con Pancha Ramirez. La dama tenía 40 años, un aspecto agradable, juvenil, y algo más que era tan importante como el físico: dos casas en el barrio de San Telmo, donde los negros se movían ya con extraños ritmos que algún día habrían de convertirse en el tango de Buenos Aires. Pepe Requejo invitó a sus amigos. Les habló de la calidad de Pancha Ramirez, de sus dotes de gran dama. Dijo que su viudez (nadie había visto a su primera esposa) se poblaría de fervor, acaso de voces infantiles.

Pero Pancha Ramirez, terminada la fiesta, se convirtió de pronto en una dama invisible. Algunos recordaron su sonrisa final al despedirse. Otros, el temblor de su pañuelo de seda desde la puerta. Nadie volvió a verla después de esa noche.

Por aquel entonces la calle del Pecado, tenebrosa y rápida como la muerte, era una ciudadela inexpugnable. Nadie que no fuera un delincuente se aventuraba en ella. ni aún la autoridad policial, porque para penetrar en su angostura era imprescindible un equipo militar. Acaecido el hecho que corría ya en la murmuración de Buenos Aires, la policía permaneció neutral. Sabía, por otra parte, que la  ciudad colonial era impresionable, y que cualquier hecho se convertía en una inverificable leyenda.

Los que habían asistido a la boda vieron por segunda vez a la dama. Pero ahora en el ataúd, lívida, carcomida por una extraña muerte que había marcado dos surcos profundos y azulosos bajo los grandes ojos. La dama invisible, con el sudario y el crucifijo, era conducida al cementerio.


"Dios protege mi viudez"
Si Pepe Requejo hubiera sido Napoleón o el marqués de Sade, se habría inmortalizado con una frase suya que se hizo proverbial en la calle del Pecado: "Dios protege mi viudez". La registró un viejo cronista de esta historia, que inauguró los anales del crimen en Buenos Aires. Fue pronunciada por el sutil andaluz el día que presentó a su segunda (digamos la tercera, aunque la primera quedará en la penumbra de una infamia inverificable).

La nueva dama se llamaba Maruja Coronel. No era ni fea ni hermosa. Pero era delicada y muy fina en el caminar. Tenía 30 años y aparentaba mucho menos. Y era dueña de una quinta y una valiosa platería.

El día de la boda, Pepe Requejo descolgó sus mejores jamones y destapó los odres de vino. Cortó el queso y las viandas. Sembró la mesa con el mejor pan amasado por los negros del barrio del Tambor. los invitados comieron y se embriagaron nuevamente. Y una vez más levantaron sus copas y pronunciaron las palabras que el hombre ha repetido de siglo en siglo para desear la felicidad a la pareja. Despues...

Después la dama se tornó invisible. Siguió la misma, desconocida ruta de silencio, como si un pozo la hubiera devorado para siempre.

Nadie preguntó a Pepe Requejo por Maruja. Intuían la contestación. Los dolores, los misteriosos retortijones del estómago. La policía no existía. No entraba en la calle maldita donde imperaban el crimen y la prostitución.

Y llegó el día que todos esperaban: la invitación al velatorio. La nueva dama invisible, después de algunos meses, mostraba nuevamente su rostro. Pero no ya con la sonrisa de la felicidad, sino con el rictus de un combate lento, inacabable con la muerte.

El pasaje Aroma (la ex-calle del Pecado), en pleno siglo XIX. Ese lugar hoy está ocupado por el enorme edificio de Obras Públicas. Fuente: Días de Historia.
 

El diablo mete la cola
"El amor es más fuerte que la muerte". Con esa frase milenaria salió un día Pepe Requejo y buscó mujeres en la estación terminal de carretas. Buenos Aires vivía de revolución en revolución. Los próceres advenían y se desintegraban misteriosamente. 1810, 1811, 1812. Moreno, Castelli, Monteagudo. La sutil conspiración de Saavedra y el Deán Funes. La junta de Mayo, la Junta Grande, el Triunvirato. El parto de la nacionalidad bullía al otro lado de la calle del Pecado. La calle del Pecado, en el lado opuesto, paría sus crímenes, y Pepe Requejo, en 1812, de pie sobre la estación terminal de carretas, dilataba sus ojos para ubicar otra víctima con bienes de fortuna.

La plaza estaba estéril. No hubo mujeres para vampiro que se adelantaba en más de cien años al monstruo calvo de Gambais, cerca de París. Entonces pasó a Colonia, en la Banda Oriental, y de ahí, en un brioso caballo que devoraba la extensión, llegó a Montevideo y prosiguió la búsqueda. Alguien le señaló a Paquita Gómez, de 28 años, con bienes de fortuna. Se miraron un instante y se casaron. Fue más rápido que el rayo.
Pepe Requejo volvió con Paquita a Buenos Aires, y la presentó un día a sus amigos de la calle del Pecado. No hubo fiesta. Solo la vieron en dos ocasiones atendiendo a los clientes de la pulpería. Luego desapareció como las otras.

La invisibilidad y la murmuración comenzaron a recorres los antros en el barrio del Tambor. Volvía a repetirse el nuevo ciclo de Barba Azul.

Y esta vez fue el diablo. Pepe Requejo había comprado una mercadería en Montevideo. Alguien vino a notificarle que ya se hallaba en los galpones del puerto. El pulpero se puso una capa azul, se ajustó la faltriquera que rebosaba de monedas de oro y se acercó al espejo para atusarse los bigotes. Después montó en un alazán y ganó la distancia hacia el puerto.

Alguien lo vio salir. Pero también, a los poco minutos, vieron salir a una mujer desgreñada, llorosa, envejecida bajo una montaña de canas. Era Paquita Gómez, tambaleante, que caía y se levantaba llena de angustia, sin dejar de avanzar hacia la iglesia de Montserrat, huyendo del infierno en que había estado aprisionada desde hacía cuatro meses.

Al llegar a la iglesia pidió un refugio como quien huía de un hecho delictuoso, y se desplomó después en una crisis de llanto. La poca gente que se hallaba en ese instante la trasladó enseguida al hospital de los Bethlemitas. El diagnóstico fue previsible. Todos esperaron la misma palabra: envenenamiento.

Y eso fue: envenenamiento lento, que iba ganando la sangre y los tejidos para preparar la muerte imprecisa, pero segura, mientras la víctima se llenaba de vejez.

Los diarios de la época no dijeron cual era el tósigo empleado por el asesino. Sin embargo, por la descripción de estado en que hallaron a Paquita Gómez, la cual falleció tiempo después por efecto del veneno, induciría a conjeturar que se trataba de arsénico.

Informada la policía, el preboste envió sus funcionarios para detener a Pepe Requejo. Y así se hizo.


La horca que esperó en vano.
Engrillado en la cárcel de la calle Santa Clara, frente al paredón de San Ignacio, negó sus fechorías y ratificó su "inocencia". Un fragmento de la indagatoria está concebido en estos términos:

"Preguntado para que dijera por qué morían todas sus mujeres de lo mismo, ya que era público, según declaraciones testimoniales recogidas en esta causa, que todas ellas padecían de dolores al estómago o a los riñones, contestó: que no era doctor en medicina y que lo ignoraba. Agregó, sin embargo, que esto bien podría ser el efecto de las viandas que se servían en la pulpería, las cuales eran adquiridas a los manipuladores de las mismas. Preguntado para que dijera si todas sus mujeres poseían bienes de fortuna, contestó: que sí, pero que el deponente no se casaba con ellas por dinero. Preguntado por qué le prohibió a Francisca Gómez atender la pulpería, contestó: que a los pocos días de venir con ella desde Montevideo, el agua de Buenos Aires le había hecho mal, por lo que la obligó a guardar cama hasta que sanara de su malatía. Que el deponente la curó con hojas de malva, y que a pesar de eso Francisca Gómez siguió sintiéndose mal. Que en ningún momento le suministró tósigo alguno que pusiera en peligro su vida".

Pepe Requejo nunca se desdijo. La instrucción sumarial no se conoce en su totalidad. Los fragmentos que pudieron salvarse son insuficientes para inferir la prueba de cargo contra el andaluz: pero los instructores no eran tontos. A falta de medios eficaces de investigación, recurrieron a las presunciones y a los dichos del vecindario. Lo hallaron culpable de envenenamiento y lo condenaron a la pena de muerte en la horca.

El audaz envenenador tuvo de pronto una idea. Acaso fue el pudor (el único instante en que lo tuvo en su larga vida de malhechor) o fue la vergüenza de comparecer ante los ojos de esa sociedad a la que había defraudado. Lo cierto es que cuando llegaron los verdugos a la celda de Pepe Requejo, este se había desangrado lentamente de un navajazo en el cuello.

Nadie supo cómo adquirió la navaja. Posiblemente la obtuvo de un carcelero a cambio de una fuerte suma. Pepe Requejo tenía amigos en todas partes y no es extraño que así aconteciera.

Los encargados de conducirlo al patíbulo solo vieron un cuerpo sobre un mar de sangre, engrillado por los pies y sujeto por la clásica cadena adherida a una de las paredes. Pepe Requejo se había ajusticiado a si mismo. Era el mes de junio de 1812.
Mapa de Buenos Aires de 1822. El recuadro rojo indica la ubicación de la plaza Montserrat (en aquel entonces "del Buen Orden") y el estrecho pasaje que se denominaba como la calle del Pecado. Fuente: Historias de Parroquias de Buenos Aires.


En primer lugar quiero comentar que la única fuente de información sobre este personaje es la que acabo de reproducir. Las búsquedas en la web no arrojan más que menciones muy marginales (la mayoría son repeticiones de un mismo texto sobre El Petiso Orejudo), así que asumo, con mis recaudos, que el artículo está basado en fuentes fidedignas. La historia no tiene nada que envidiar a una novela policial/suspense histórica. Un Viudo Negro, que se casaba con mujeres con cierto poder económico, para matarlas y quedarse con sus bienes. En un principio me llamó la atención el uso del arsénico como veneno, pero una breve búsqueda por la web me reveló que es uno de los venenos más conocidos desde la antigüedad, y que ha sido usado en muchos casos de relevancia histórica. Sin ir más lejos, durante años se sostuvo la hipótesis de que a Napoleón lo envenenaron lentamente con arsénico, aunque hoy en día esa hipótesis parece haber sido descartada. El envenenamiento con arsénico es, como método, lento y seguro, especialmente con los pocos recursos de los médicos de aquellas épocas (hoy en día es fácilmente detectable con análisis básicos de laboratorio). Quedan muchas preguntas en el aire: ¿cuántas fueron las víctimas de este personaje? ¿Hubo más antes de Pancha Ramirez? ¿Se suicidó o lo ajusticiaron por encargo? ¿Qué documentos escritos hay sobre el caso? Muy probablemente la mayoría de ellas nunca tendrá respuesta, por lo que la historia de Pepe Requejo seguirá formando parte también de las leyendas y mitos porteños.

Plano de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores (Peuser, 1935). En el recuadro rojo se identifica el pasaje Aroma, que pocos años después desaparecería al abrirse la avenida 9 de Julio. Fuente: Biblioteca Digital Trapalanda.

Creo que es hora de dejar descansar el teclado (y la mente). Espero volver pronto con algunas de las tantas notas que tengo a mitad de camino. Los dejo mientras que esperen, en las penumbras de la noche, en una esquina de Montserrat, donde dicen que hay una pulpería atendida por su propio dueño que tiene algunos oscuros secretos. Hasta la próxima.

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