2000 Veinticuatro (ficción)

Para comenzar el año en el blog, les comparto un relato de ficción que escribí en agosto de 2011 y que tenía al 2024 como parte de la trama. Este relato fue seleccionado en el III Concurso de relato corto, temática libre, de la web Zonaereader, en el año 2016, para formar parte de una antología en formato digital (que pueden descargar aquí). No tiene nada que ver con la Patagonia ni con la historia, es un relato de pura fantasía, con una idea oscura y un final esperanzador, que no pude evitar asociar con el año que comienza. En los próximos días volverán las notas de investigación habituales.

Imagen generada con la web Hotpot.

2000 Veinticuatro

Pagué el café y giré la cabeza para mirar a través de la ventana. Un viento frío soplaba en la calle, acompañado de una fina llovizna que caía desde antes del mediodía. El paisaje urbano que veía desde mi mesa era melancólico, casi depresivo. La naturaleza, en cierta forma, había preparado el escenario adecuado para lo que venía planeando hacía tanto tiempo. La camarera dejó el vuelto sobre la mesa y esbozó una sonrisa apagada, gris como la misma tarde. Dejé una moneda de dos pesos como propina y levanté el resto. Es un gesto mecánico que hago desde que iba a la escuela, porque siempre es bueno tener algunas monedas a mano, en especial cuando hay que comprar alguna cosa en un kiosco o sacar un par de fotocopias. En un ademán rápido junté las monedas, les eché un vistazo y cerré el puño. Tengo la costumbre, casi podría decir la manía, de observar detalles nimios como si la vida se me fuese en ello. La separación entre las palabras en los textos escritos por computadora, el orden de los papeles que se acumulan en mi escritorio, y en especial, las cifras de los años acuñados en las monedas. Esto último es algo que podría clasificar como una obsesión. No puedo echar una moneda al bolsillo sin antes ver al año de acuñación. Por eso, cuando cerré el puño, me di cuenta de que algo estaba mal. Volví a abrir la mano y repasé con más detalle mi pequeña fortuna metálica: una moneda de un peso del año 2007, una moneda de veinticinco centavos del año 2024, y una moneda de cincuenta centavos del año 2008. Mis ojos se posaron con detenimiento en la del medio. Guardé las otras dos y examiné con detalle a la  moneda de veinticinco centavos. Sí, se leía claramente el año: “2024”. La moneda era brillante, con su superficie apenas arañada por el uso. El anverso y el reverso no tenían nada fuera de lo común. Busqué en mi bolsillo otra moneda de veinticinco y encontré una del año 1996. Eran iguales, más allá del desgaste normal de la acuñada en 1996. Miré con desconfianza el diario que había acabado de leer y que descansaba sobre la mesa. En el encabezado, abajo del nombre del periódico, estaba la fecha del día: 26 de agosto de 2011. Sentí un gran alivio. Por un instante se me ocurrió que era yo el que estaba confundido y que ésta era una tarde gris de agosto de 2024. Pero no, era la moneda la que estaba fuera de lugar, no yo.

Me levanté de la mesa, me puse el abrigo y salí a la calle. No llevaba paraguas porque es muy difícil de manipular cuando hay tanto viento. Además, un poco de agua no me iba a hacer mal. Menos teniendo en cuenta que tenía que caminar un trayecto corto y que no importaba el estado en que llegase. Lo que pensaba hacer no necesitaba de un impecable traje, bastaba con estar vestido, más que nada por una cuestión de pudor. La moneda de veinticinco centavos del año 2024 descansaba en un bolsillo minúsculo del pantalón. Se me ocurrió que se trataba de un error de acuñación, o de una falla en el control de calidad. Incluso pensé que era la broma de un falsificador, que se burlaba del sistema acuñando monedas tan falsas que ni el año era real. Todas ellas eran explicaciones posibles. Sabía que existían ocasiones en que las fábricas de moneda cometían errores y luego lanzaban las piezas al mercado porque era más costoso rehacer todo que convivir con el error. También sabía de monedas falsificadas que estaban tan mal hechas que tenían alteraciones en el texto o las imágenes. Sin embargo, por alguna oscura razón que se escapa a mi entendimiento, sabía que ninguna de esas era la explicación. Tenía la vaga sensación de que si indagaba un poco iba a descubrir que no se conocían casos de monedas de veinticinco centavos que tuviesen acuñado el año 2024, y que tampoco se conocían falsificaciones de esas características. La alternativa era inverosímil e imposible: la moneda provenía del futuro. Sonreí de manera casi imperceptible y seguí mi caminata. Una moneda del futuro era lo más delirante que se me podía haber ocurrido. Mis conocimientos de física son mínimos, pero tenía entendido que esas cosas de viajes en el tiempo eran imposibles.

Llegué al portal del viejo edificio donde alquilaba y saqué la llave. Abrí la pesada puerta de hierro y vidrio, y entré al recibidor. El ascensor estaba fuera de servicio, como de costumbre, así que enfilé hacia las escaleras. Tenía por delante cuatro pisos por subir para llegar a mi departamento. De manera inconsciente tanteé la moneda de veinticinco centavos y empecé a subir los peldaños. Era imposible que esa moneda viniese del futuro, pero si por un momento pudiese plantearme que esa posibilidad era cierta... ¿quién la había enviado? ¿estaba destinada a mi o la encontré de casualidad? ¿por cuantas manos había pasado? Seguramente había pasado por pocas manos, porque su estado general era impecable. Además si hubiese pasado por muchas manos era más que seguro que alguien se hubiese percatado del peculiar año de acuñación de la moneda y la hubiese sacado de circulación. La hubiese apartado colocándola en un bolsillo pequeño, tal como lo había hecho yo. Esa pregunta estaba casi contestada, pero las otras dos no. 

Imagen generada con la web Hotpot.


Mis pasos terminaron frente a una puerta vieja, llena de rayones y con la pintura descascarada, que exhibía un “4B” de plástico atornillado. Abrí la puerta y entré a mi decadente departamento de soltero. Encendí la luz, me saqué el abrigo, y fui directo al dormitorio. Caminaba y me movía con la determinación de un autómata, como si lo hubiese ensayado más de mil veces. Pero no, no lo había ensayado. Simplemente me había cansado de mis fracasos y ya no tenía ganas de seguir adelante. Me agaché y saqué de abajo de la cama una caja de zapatos. Volví a la sala de estar y me senté en el sillón. Cerré los ojos y me vino a la mente un recuerdo fugaz y certero como un puñal. Recordé algo que había ocurrido muchos años atrás, cuando tenía unos ocho o nueve años. Habíamos desarrollado una competencia con mis primos que consistía en marcar todas las monedas y billetes que nuestros padres nos daban para comprar golosinas, helados o entradas de cine. Cada uno tenía su marca distintiva. La de mi primo Julio era una cruz roja en los billetes y un rayón diagonal en las monedas. Mi primo Martín escribía una “M” verde en los billetes y limaba la cifra “1” de las monedas. Por mi parte, yo hacía un garabato en color negro (cuyo trazado no recuerdo) en los billetes y marcaba con un punzón las monedas, justo en el centro de alguna de las cifras que correspondiesen al año (adentro del “0”, o el “3”, o el “5”...). La competencia consistía en quien lograba recuperar más de esas monedas y billetes a lo largo del mes. Quien lo hiciese se ganaba el derecho a elegir las películas que iríamos a ver al cine durante el mes siguiente. Como el pueblo donde me crié era muy pequeño, la probabilidad de que alguna de esas monedas y/o billetes volviese a nuestras manos no era para nada desdeñable. No recuerdo cual fue el balance de esos juegos, pero puedo asegurar que al menos durante un mes fui yo el que eligió las películas del fin de semana.

Abrí la caja de zapatos y saqué un revolver de adentro de ella. Lo había comprado la semana pasada, cuando había tomado la decisión fatal de terminar con todos mis fracasos, mis idas y vueltas y mis desilusiones. Tragué saliva y miré de frente al cañón, como desafiándolo. Quité el seguro y me permití un último pensamiento, un vistazo de despedida a este mundo. Recordé nuevamente el juego de las monedas con mis primos. Fue entonces cuando dudé un instante brevísimo y luego tuve una certeza tan contundente que no pude hacer otra cosa que rendirme ante ella. Me incorporé de un salto y busqué nerviosamente en el bolsillo. La caja de zapatos y el revolver cayeron al suelo, y éste último se deslizó hasta dar contra la pared. Saqué la moneda y la examiné con nerviosismo a la luz de un velador. Allí estaba la marca pequeñísima de un punzón en el medio del número “0”. En el rompecabezas desordenado e incompleto de mi vida apareció una pieza anormal, una pieza que no encajaba en ningún lado pero a la vez encajaba en todos. Olvidé todo lo que creía sobre la física, el tiempo, o la vida, y me aferré a una hipótesis absurda y salvadora. La moneda me la había enviado yo mismo desde un futuro lejano e imposible de imaginar para mí. Entendí que no iba a suicidarme y que había motivos para seguir adelante, al menos hasta el 2024. Lloré y reí durante un largo rato, como si me hubiese vuelto loco (sin dudas lo estaba, al menos en parte). Luego tiré el revolver a la basura y guardé la moneda en una vieja alcancía infantil que guardo como recuerdo. Esa noche, por fin, pude volver a dormir de un tirón, con la sensación de que podía volver a ver a la vida directamente a los ojos.


FIN

 

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