Hace un par de semanas que estoy transitando unos de esos picos de actividad, tanto en el trabajo como en el ámbito familiar, que se escapan de lo normal. Tengo en mente tres artículos que se pelean por captar toda mi atención, pero no tengo ni el tiempo ni la cabeza despejada como para trabajar en ellos. Esto me ha llevado, con los razonamientos ilógicos e inexplicables de la mente, a recordar dos cosas que quiero compartir. Una es la metáfora de la antibiblioteca que menciona Nassim Nicholas Taleb en su libro El Cisne Negro:
El escritor Umberto Eco pertenece a esa reducida clase de eruditos que son enciclopédicos, perspicaces y amenos. Posee una extensa biblioteca personal (con más de treinta mil libros), y divide a los visitante en dos categorías aquellos que reaccionan con un “¡Oh! Signore professore dottore Eco, ¡vaya biblioteca tiene usted! ¿Cuántos libros de éstos ha leído?”, y los demás – una minoría muy reducida -. que saben que una biblioteca privada no es un apéndice para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación. Los libros leídos tienen mucho menos valor que los no leídos.
En los días en los cuales me hallaba embarcado en la redacción de mi tesis doctoral, con todo lo que ello significa (estrés, la sensación de haber malgastado cuatro años de tu vida, agotamiento, etc.) tuve una idea parecida. En aquel entonces aprendí que una vez obtenido el grado de Doctor nos queda un bonito libro encuadernado y prolijo que llamamos tesis y que es elogiado por diferentes personas. Sin embargo, existe otro libro, que jamás escribiremos, y que seguramente sería más voluminoso, que debería contener todas aquellas cosas que hicimos en el curso de la investigación y que no sirvieron para nada, que estaban mal, o que simplemente eran divagues innecesarios. En el proceso de generación de conocimiento hay una cadena de errores y fallos inevitables... e imprescindibles.